sábado, 12 de septiembre de 2009

José y su amigo Martín

José era un niño bastante triste y casi nunca se conformaba con lo que la vida le ofrecía, había crecido muy solo por cosas del destino, tenía pocos amigos y Martín era uno de sus preferidos, porque era alegre y eso le gustaba ya que le contagiaba su buen ánimo. Un día, José le dijo a Martín:
― ¿Por qué siempre se te ve feliz? En cambio yo, aunque me llene de muchos juguetes, no me siento muy contento.
― Bueno, eso no lo sé –le contestó Martín–, pero juguemos a ver si te alegras.
Entonces, Martín pensó jugar un juego de mesa, y sin perder tiempo se pusieron a jugar. Como Martín era quien llevaba la delantera, esto hizo que José se molestara mucho ya que era muy orgulloso, y se molestó tanto que no quería ni mirarlo. Martín, al ver lo molesto que se encontraba su amigo, le dijo:
― Vamos, José, en esta vida no siempre se gana, también hay que saber perder.
― Eso dices tú –le contestó José–, y juegues o no juegues, siempre se te ve sonriente.
― Bueno, si tú lo dices –le dijo Martín–, aunque es fácil sonreír, tú trata de alegrarte y verás que lo consigues.
Otro día, José fue a visitar nuevamente a Martín y lo invitó a pasear en bicicleta; Martín, muy contento aceptó la invitación y se fueron a un parque cercano a su casa. Mientras paseaban, vieron a un cieguito esperando que alguna persona caritativa se detuviera para ayudarlo a cruzar la calzada. José, al verlo, sin caridad se hizo el disimulado porque no quería truncar su paseo por nada. Pero Martín, como era caritativo, sintiendo compasión por el cieguito, se detuvo y lo ayudó. José, al ver la actitud tan buena y amable de Martín, se avergonzó pero no le dijo nada y siguió camino arriba.
En otra oportunidad, José volvió a buscar a Martín y le propuso hacer una cometa, a ver si así se divertían más. Martín, como siempre le gustaba complacer a sus amigos, aceptó y comenzaron a construirla. Mientras trabajaban en ésta, José le dijo:
― Ojalá que mi cometa pueda volar tan alto para que llegue muy cerca del cielo, a ver si eso me hace feliz.
― No creo que eso nomás te haga feliz –le dijo Martín–, además, si lo eres, lo serás por unos momentos, pero después, ¿qué? ¿Seguirás riendo?
― No lo sé –le contestó José–, pero me conformo si sólo es por un momento.
― Está bien –le dijo Martín–, pero mejor sería que buscaras también algo que te dé felicidad constante, para que puedas reír de verdad.
― ¿Y qué buscaría? –le dijo José.
Entonces, en ese momento apareció un ancianito pidiendo limosna para ayudar a unos niños que se encontraban sin hogar, porque una gran inundación los había destruido. Martín, sin pensarlo dos veces, lo ayudó con algo de dinero. José, al ver nuevamente la actitud tan noble de Martín, se sintió mal por lo que él no era solidario. Y pensando en voz alta, se dijo:
― Ya no aguanto más, en todo momento lo que más veo en este mundo son tristezas y calamidades, esto me hace sentir muy mal y siento como si todo en mí se tornara oscuro. ¡Qué pena!, pero sólo tengo dinero para comprar mis golosinas.
El ancianito, al ver la actitud tan egoísta del niño, y llevado sólo por su compasión que sentía por el mal proceder de él, le dijo:
― ¿Tú sabes, que lo más triste que le puede suceder a un hombre, es cuando lleva las calamidades muy dentro de sí? Porque éstas son las que se encargan que nuestro mundo interior oscurezca, y esto hace que no pueda ni apreciar que el mundo físico también es hermoso, si lo viera con otros ojos. Pero dime, ¿cuál es tu nombre?
― Yo me llamo José –le contestó el niño–. Y dígame, ¿de qué mundo me está hablando?, porque yo sólo conozco el que veo con mis propios ojos y realmente para mí no es nada hermoso, aunque usted diga lo contrario ya que no me hace sentir bien.
― Bueno –le contestó el anciano–, por el momento te pediría que me escuches con mucha atención para que entiendas sobre estas realidades espirituales, así te sentirás mejor, ¿qué te parece?
En ese momento, Martín, al ver que el anciano quería más que nada conversar con José, dijo:
― Yo los dejo para que puedan conversar con más libertad, y a ti, José, te veo más tarde, ojalá esta conversación te sea de provecho, ya me contarás.
El anciano, prosiguiendo entonces con la conversación, le dijo a José:
― Hace un momento escuché que te sentías muy mal, ¿sabes? Yo pienso que debes haber vivido sin bienestar ni alegría, por lo que ni siquiera te das cuenta que el mundo físico que te rodea también es hermoso, y Dios pone todo a nuestro alcance para que seamos felices sólo que tú no lo ves así, porque en tus actos no pones corazón que es lo que hace que nuestra vida lleve sentido y no se torne oscura. Por eso, Martín vive sonriendo en todo momento, imagínate que ahora estás viendo su rostro. ¿Qué ves en él?
― Veo su rostro radiante –le contestó José.
― ¿Y qué es lo que hace que se vea así?, –le preguntó el anciano.
― Eso no lo sé.
― Y si yo te dijera, que Dios podría cambiar tu rostro para que luzca como el de Martín, ¿qué me dirías?
― Por supuesto que le diría que sí, pero… ¿cómo haría? Porque Martín, fácilmente se conforma con lo que tiene a su disposición, en cambio yo cada vez quiero tener todos los juguetes del mundo que me fascinan.
― Tú deja nomás que Dios obre en tu persona –le dijo el anciano–, y en poco tiempo tendrás, quien sabe, todos los juguetes del mundo sin que por ello sientas angustias y preocupaciones. Si tomas importancia a estas palabras, se prenderá ya una pequeña lucecita en tu mundo interior, y lo que ahora no ves, poco a poco, a medida que la lucecita vaya creciendo, todo lo que te molesta adentro se te hará visible y te darás cuenta que lo que te movía era sólo el fruto de tu cabeza mas no del corazón, que es el fruto con el que Martín vive, por eso siempre lo ves radiante, y aunque recién lo haya conocido he visto en él una gran transparencia, que me ha permitido que en tan pocos minutos lo conozca a fondo. ¿Sabes? Otra es su alegría y ésta radica en la luz que lleva en su interior, porque es un niño muy bueno y solidario, en su rostro se dibujan todas las virtudes que debe tener su alma, pero como tú sólo le has dado prioridad al mundo exterior que te rodea, ahora vives dependiendo de lo que éste te puede ofrecer, pero tu vida sería otra si fueses más independiente a sus convencionalismos porque veo que también debes estar sujeto al qué dirán ya que todavía no llevas espiritualidad, pues no trates de buscar la felicidad donde no existe porque el que vive en el mundo sin Dios sólo ve sombras.
José, después de escucharlo, le dijo:
― ¿Qué podría, entonces, iluminar mi alma para que ya nada entorpezca el bienestar y la alegría que deseo sentir en mi corazón? Porque al menos estoy entendiendo que he vivido como si estuviese en una habitación oscura en la cual no veía nada, y por esa razón seguramente paro con inquietud, buscando en todo momento cómo calmar mi mente ya que ni paz tengo.
― Tú lo has dicho –le contestó el anciano–, estoy viendo ya que dentro de poco tiempo cambiará tu rostro porque estás reconociéndote. ¿Y sabes? Este es el primer paso que se da si alguien de corazón desea cambiar.
De pronto, José sintió que se le abrían los ojos del alma y con gran emoción exclamó:
― ¡Ahora me estoy sintiendo mejor! Yo creo que ya se me prendió la lucecita en mi corazón, porque acabo de ver toda la belleza que existe no sólo en el mundo exterior, sino también la de mi mundo interior y yo no lo sabía. Pero, ¿cómo hacer para que esta belleza se manifieste en mí?
El anciano le contestó:
― Ante todo, tendrás que dejar el egoísmo a un costado, para que puedas darle pase a la luz que te va a hacer feliz en todo aspecto, así irás desapareciendo todos los defectos que han deformado tu alma, como es el no ser solidario ni caritativo y otras cosas más que debes tener guardadas en tu interior. ¡Mira, que ya te estoy viendo sonreír y ya tu rostro ha cambiado! Dale gracias a Dios que ha permitido que esto te suceda, lo cual, pienso, es una gracia del Señor que ha venido a ti y Él sabrá por qué.
José, tras escuchar al anciano, le dijo:
― Y también le agradezco a usted y a mi amigo Martín, que de alguna forma han hecho que yo salga de la sombra en la cual he vivido sin darme cuenta, nunca más me mostraré indolente cuando alguien necesite de mi ayuda, porque si no se me apagaría la lucecita que ahora llevo como guía para no equivocarme nunca más de camino.
El anciano, al ver que ya había logrado su noble objetivo, se despidió muy contento, pero antes le dijo a José:
― Yo sólo he sido un instrumento en las manos del Señor, y en sus planes estaba que yo iba a conocerte algún día, como también a tu amigo Martín, siempre los recordaré.
José, al ver que ya llegaba la hora de despedirse, también le dijo:
― Sus palabras se han convertido para mí en una bendición, por lo tanto vivirán por siempre en mi corazón.
El anciano, después que terminó de escuchar las palabras tan sabias que ya salían de los labios de José, se retiró, pensando que esa lucecita, algún día se convertiría en una gran antorcha que iluminaría después los caminos de los seres, que inútilmente se pierden en la oscuridad de sus propios egoísmos.

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