viernes, 17 de julio de 2009

La amistad cuando toca el corazón

En una gran ciudad había un colegio que tenía como tarea fundamental inculcar la amistad entre sus alumnos, ya que consideraban que era muy importante que ellos se desarrollaran no sólo en el sentido intelectual sino también en lo espiritual, para que más adelante pudieran ver en su corazón más allá de sus propios egoísmos y ambiciones. Por lo tanto, se preocupaban de que tuvieran muchas actividades trascendentales y una de ellas era que los maestros sostuvieran conversaciones con sus alumnos, para que los llevasen a apreciar un mundo más justo y fraterno. Una tarde, Gabriel, uno de los alumnos menores que se encontraba con su amigo de aula Matías, al acercarse a su maestro, le comentó:
— ¿No es cierto, maestro, que el egoísmo es muy malo?
— Así es –le respondió el maestro–, y es la raíz de todos los males.
— Y así lo entiendo yo también –le dijo Gabriel–. Pero le voy a contar a usted lo que escuché el otro día a un niño que pasaba por la puerta de mi casa, pues éste le decía al otro: siempre te gusta comer de mis chocolates, ¿por qué mejor no comes tus galletas y dejas de molestarme porque me estoy quedando sin chocolates?
Y el otro niño, le contestó:
— Pero si sólo compartimos, porque yo también te invito de mis galletas. ¿Sabe maestro? Esa actitud me molestó.
— Así es –le contestó el maestro–, pero hay que entender que no todos los niños pueden ver la vida de la forma como la ves tú. Por qué mejor no buscas el remedio que pueda menguar sus debilidades y le enseñas con tus mismas actitudes.
Gabriel, al escucharlo, le dijo:
— Sí, a veces lo hago, y ellos cambian.
Y Matías añadió:
— Yo cuando escucho a mi corazón también hago lo mismo.
— Qué bien, muchachos, –dijo el maestro–, y para estas situaciones lamentables no existe mejor enseñanza que el mismo ejemplo.
Y mientras conversaban, dos niños más, los cuáles se llamaban Piero y Óscar, al integrarse al grupo le dijeron al maestro:
— Nosotros también enseñamos con el ejemplo y eso hace que los demás nos imiten para que sean mejores amigos.
— Qué bien –volvió a decir el maestro–, y no se olviden que siempre hay que ser prudentes, porque si es así verán cómo la amistad hace resplandecer el corazón del hombre cuando lleva como adorno a la prudencia, porque como les digo no todos piensan como ustedes lo hacen y hay que comprenderlos.
Gabriel, entendiendo, dijo:
— Sí, maestro, por eso a veces es mejor callar que seguir hablando porque también nos podemos equivocar.
— Sí, –dijo Matías–, y como todos no pensamos igual, mejor es comprender.
El maestro, al escucharlos, les dijo:
— Así es, y si no fuese así, la amistad no podría ir muy lejos si no estamos dispuestos a escucharnos unos a otros, para entender aún más sobre nuestros propios defectos. Por eso hay que valorar al amigo, ya que cuando camina a nuestro lado nos sentimos seguros y felices, cuando nos entristecemos nos consuela con su amor y si sentimos ira por algún motivo nos calma con su comprensión. Y como cubre nuestras necesidades y nos protege del peligro, debemos considerarlo como fuente de sabiduría y verlo como un gran tesoro.
— Así es, maestro –dijeron todos al unísono.
El maestro prosiguió:
— Y cuando alguien les hable sobre la amistad díganles que para ustedes es lo más grande y bello que existe en el universo. ¿Y saben por qué? Porque en el verdadero amigo no habita la sombra, su alegría es como el canto del ruiseñor y su ánimo no varía, por eso se le ve sonreír todo el tiempo aunque sólo entristezca con el dolor ajeno.
Mientras hablaban, sonó la campana del colegio, los alumnos que conversaban tan entretenidamente con su maestro tuvieron que despedirse, pero antes le dijeron:
— ¿Sabe?, siempre es agradable conversar con usted, maestro.
— Gracias –les dijo él–, y lo que más me alegra es el interés que muestran para aprender sobre estas cosas.
Y se retiraron.
Transcurrieron unos días, y Eduardo, uno de los alumnos que cursaba ya la secundaria, le dijo a su compañero de aula llamado Carlos:
— Carlos, quisiera contarte algo que me ha producido lástima.
— ¿Sí? ¿Qué es? –le preguntó.
— Bueno, te contaré, –le dijo Eduardo–. El día de ayer escuché a un grupo de jóvenes, que eran más o menos de la edad de nosotros, hablar de satisfacciones absurdas. Ellos conversaban en el jardín donde yo suelo ir a pasear frecuentemente. Y decían: a mí las personas no me dan alegría ni satisfacciones. ¿Por qué tenemos que pensar en ellas? Mejor pensemos en nuestras cosas materiales que nos fascinan tanto.
— ¿Eso escuchaste? –le dijo Carlos–, porque las cosas son sólo cosas inertes que no llevan vida como las personas.
— Claro –le contestó Eduardo–, y en ellas uno puede encontrar muchas cosas hermosas.
Un maestro que caminaba al paso, al escucharlos con mucha satisfacción por lo que hablaban, les dijo:
— Así es, y las personas tienen que sentir que ocupan una parte importante en nuestro corazón. Bueno, los dejo para que sigan conversando.
— No, maestro, quédese con nosotros, siempre es muy interesante conversar con nuestros maestros, sobre todo, porque nos enseñan también a través de sus propias experiencias.
El maestro, entonces, al ver el gran interés que le demostraban los alumnos, les dijo:
— ¿Saben, muchachos? Los que brindamos amistad estamos capacitados para dar sin esperar nada a cambio, y nos llena de felicidad el poder abrirnos como si fuéramos un buen libro que se abre sólo para ilustrarnos. Porque en la historia de cada hermano siempre hay algo bueno que contar y también algo triste que compartir para sacar de ello una enseñanza.
Eduardo, le dijo:
— Y que pena da encontrar algunos muchachos tan incapacitados de poder abrirse y expresar sus sentimientos.
Carlos añadió:
— Sí, y cuando esto sucede los acompaño y trato de ayudarlos como lo haría un amigo que acompaña no sólo en las alegrías sino también en las desdichas.
— Es muy bueno que razonen de esta forma –dijo el maestro–, porque si así pensaran todas las personas la amistad sería el gran motivo para transformar al mundo en un verdadero paraíso, y esto sería algo muy grande como es el mundo si lo apreciáramos en su creación divina, y quienes vean la amistad de esta manera, entonces, la apreciarán como una puerta que se abre sólo para dar amor y colmar de dicha nuestros vacíos, ya que en ella habitan los más nobles sentimientos. Por eso ustedes nunca dejen de ser como son, porque los seres que se pierden encerrándose inútilmente en la oscuridad de sus propias miserias, jamás podrán ver la luz que lleva la amistad cuando se le conoce.
— Así es, maestro, gracias a Dios que nosotros no somos así.
— Lo sé –les dijo el maestro–, y sigan creciendo en el amor de Dios, porque Él es el modelo perfecto y la mayor fuente de seguridad si queremos amar como lo hace la verdadera amistad, que nos convierte en antorchas encendidas para que veamos el camino que nos conduce a la felicidad auténtica, donde sólo vive el amor permanente y profundo.
Y mientras el maestro les iba hablando, notaron que otros alumnos más se habían integrado al grupo mostrando el mismo entusiasmo que los demás. Entonces, el maestro, antes de proseguir, creyó conveniente en aprovechar el momento para decirles:
— Mañana, después de la hora de estudio, todos se reunirán en el salón principal, ahí tocaremos otros temas. Por lo pronto les adelanto algo: pensamos hacer otra kermesse con la finalidad de poder reunir fondos para los niños discapacitados, que adolezcan de bajos recursos y no tengan cómo afrontar su situación, y también aprovecho para decirles que como ya se acerca la Navidad, vayan pensando en las canastas navideñas para los niños pobres. Para esto, habrá un taller especial para organizar de la mejor forma estas actividades.
— Claro, maestro –le dijeron todos–, y cuente con nosotros, para eso Dios nos ha dado a todos muchos talentos y hay que saber aprovecharlos también para el beneficio de los demás.
Y el maestro, antes de concluir la conversación, les dijo:
— Excelente, muchachos, sigan así para que más tarde sean como los jóvenes, que creciendo bajo el amparo del amor desinteresado, llegaron a ser grandes hombres y muy buenos amigos.
Y así sucedió tal como lo predijo el maestro.

Los abuelos y sus tres nietas

En una casa de campo, rodeada de lindos valles y praderas, vivían unos abuelos que eran muy alegres y amorosos. Tenían tres nietas: Ivana de seis años, Luciana de cuatro y Natalia de tres. A ellos les gustaba mucho compartir gratos momentos con sus nietas. Un día, Ivana les hizo una visita y se quedó a almorzar con ellos. Durante el almuerzo, ella les dijo:
— Abuelitos, quiero terminar rápido de almorzar para poder ir a jugar con mis muñecas.
La abuelita, entonces, al escucharla, aprovechó el momento para darle una enseñanza. Y le dijo:
— Ivana, ¿por qué eres tan impaciente? Todo tiene su momento, debes aprender que no siempre en la vida podemos hacer lo que queramos, y si somos pacientes, eso es más saludable y así nos volvemos más sabios.
— ¿Y cómo podría volverme más sabia, mamina?, como así la llamaban sus nietas.
— Sólo tienes que cosechar buenos frutos y entenderás mejor la vida, porque si esto haces nacerá en tu espíritu el fruto de la paciencia –le contestó la abuelita.
— ¿Los buenos frutos? –le preguntó Ivana –. ¿Qué me quieres decir, mamina? ¿Que tendré entonces que cosechar en mi espíritu manzanas, peras y todas las frutas que me gustan para ser sabia?
La abuelita, al escucharla, se sonrió por la pregunta tan inocente de su nieta, y le respondió:
— No, no es así, te explico. Por ejemplo, si tú siembras una semillita y la riegas, crecerá una hermosa flor. Así igualmente, si tú cultivas una semillita de amor en tu corazón, crecerá en ti una hermosa flor de bondad y mientras más actos buenos vayas dando a las personas, más hermosa crecerá tu flor hasta que conviertas tu vida en un jardín de amor. Lo mismo pasará con la paciencia.
Y mientras hablaban, a Ivana se le ocurrió preguntarle a su abuelo:
— Abuelito, ¿tú por qué usas lentes? ¿Será porque tienes muchas canas y ya estás viejito?
— Así es, Ivanita, y los lentes me ayudan a verte mejor.
— Y si ya estás viejito, entonces, ya te vas a ir al cielo.
— No, Ivanita, eso sólo lo sabe Dios, pero tú no te preocupes, porque el día que Dios me llame yo te estaré mirando desde el cielo para cuidarte.
— Entonces, abuelito, ¿te vas a ir con tus lentes?
— El abuelito, sonriéndose, le contestó:
— No, ahí ya no los voy a necesitar porque en el cielo hay mucha luz, y es tan hermoso como es la tierra si la sabemos apreciar bien.
Pasó una semana e Ivana, Luciana y Natalia vinieron juntas a visitar a sus abuelos. Éstos, al verlas, se alegraron, ya que siempre había felicidad cuando ellas venían. Luego salieron a la terraza del jardín, el sol se dejaba ver maravillosamente al caer la tarde, y Luciana mirando el cielo, les dijo:
— ¡Qué bonito es el cielo, abuelitos!
La abuelita le contestó:
— Tú también eres como un cielo hermoso.
Ivana, interviniendo, dijo:
— ¿Y la luna y las estrellas?
— Ellas son como un caminito de luz para que llegue la alegría cuando estamos tristes –le respondió la abuelita.
— Entonces, si nos dan luz, siempre estaremos alegres sin que la oscuridad de la noche nos asuste –dijo Ivana.
— Sí, porque a mí también me asusta la oscuridad –añadió Natalia.
— Les narraré un cuento para que entiendan mejor, ¿qué les parece? –les dijo la abuelita.
— Sí, mamina, nos parece bien –contestaron al unísono.
Y empezó:
— En una casona antigua y deshabitada, vivía un ratoncito que le gustaba más salir al aire libre cuando era de día, porque el sol le producía alegría, mas la noche no le gustaba porque la oscuridad lo asustaba. Y un pajarito que se encontraba en los alrededores, como sabía que la oscuridad le producía temor al ratoncito, al acercarse a él, le dijo: ¿tú por qué tienes temor a la oscuridad de la noche si también ella es hermosa? Sólo tienes que mirar a las estrellas que son bellas para que recuerdes que no tienes por qué temer, ya que donde hay belleza está Dios.
El ratoncito le dijo:
— ¿Esto es así?
El pajarito le respondió:
— Así es, y por eso debemos estar siempre alegres y sin temor, sólo tienes que mirarte más para que veas que en tu corazón también hay belleza, y como ahí está Dios también hay luz y la oscuridad de la noche no te debe asustar.
— El ratoncito, después que escuchó, se dio cuenta que si miraba la luz de Dios que había en su corazón, ya no tenía por qué temer ni estar triste.
Cuando la abuelita terminó de narrar el cuento, les dijo a sus nietas:
— ¿Han entendido el cuento?
— Sí –contestaron las tres–, y debemos estar siempre felices y bellas, y la oscuridad ya no nos asustará porque sabemos que en nuestro corazón está Dios.
— Así es –les dijo la abuelita–, y no existe mayor felicidad y belleza que la que da la bondad que viene de Dios. Esta es la verdadera belleza que hace iluminar nuestro corazón.
Transcurrieron como dos semanas, a la abuelita se le ocurrió juntar a sus nietas para que jugaran al teatro que tanto les gustaba, y como esto les desarrollaba más su creatividad decidió llamarlas. Cuando llegaron, después que la abuelita les comentó cuál era la intención que movía a su corazón, Ivana pensó en su prima Valentina.
— Mamina –le dijo–, ¿qué te parece si invitamos a Valentina? A ella le gusta también jugar al teatro y a veces me invita a su casa.
— Claro que sí –le dijo la abuelita–, ella es también prima de ustedes y la queremos mucho.
— Entonces, también invitaremos a Ana Lucía –añadió Ivana–, ella es la más pequeñita de todas y podría ser la bebita del teatro.
— Por supuesto –le dijo la abuelita–, excelente tu idea.
— A nosotras también nos gusta la idea –dijeron al unísono Luciana y Natalia.
La abuelita, al ver que sus nietas querían también participar con sus primas, les dijo:
— Ustedes son muy lindas y amorosas, esto les va a servir mucho en su vida, porque las personas que saben compartir con los demás sus momentos gratos nunca se quedan solas.
— ¿Esto quiere decir que siempre vamos a estar con muchas amiguitas?, –le preguntó Luciana.
— Así es –le dijo la abuelita–, y siempre vivirán contentas, y si son generosas mucho mejor.
Luciana volvió a decir:
— A mí me gusta compartir todos mis dulces con mis amiguitas.
— Y yo también comparto mis chocolates –añadió Natalia.
— Qué bien que sean así –les dijo la abuelita–, y nunca se olviden de los pobres, ya que ellos necesitan también de nuestra ayuda.
— Y de nuestro cariño –dijo Ivana.
Mientras conversaban con su abuelita, llegaron las invitadas.
— ¡Son nuestras primas! –exclamaron con alegría las tres.
Y como era de esperar se pusieron a jugar. Entonces, la abuelita, que ya había preparado el argumento, cuyo título era “La princesita amorosa”, a cada una les dio un personaje.
— Ivana, tú vas a ser la princesa, ¿te parece?
— Sí, mamina, me gusta el personaje.
— Luciana, Natalia y Valentina serán las hadas madrinas, ¿qué dicen?
— ¡Síííííiíí!
— Entonces, Ana Lucía que sea el angelito, ¿está bien?
— Nos parece perfecto –dijeron todas.
El abuelito, viendo muy sonriente como se divertían sus nietas, desde el sofá donde se encontraba descansando con un libro en la mano, les dijo:
— Yo voy a ser el espectador y crítico de la obra.
Las nietas, al escucharlo, dijeron:
— Está bien, abuelito, tú nos evaluarás.
— Entonces, empiecen para comenzar a aplaudirlas.
Y así lo hicieron.
La abuelita, que era la que había inventado la obra, se sintió muy complacida al ver que sus nietas con sus primas, habían disfrutado con gran alegría el personaje que les había asignado. Después que terminaron de jugar, las nietas con sus primas se fueron a sus hogares y los abuelitos, quedándose ya solos, empezaron a recordar los gratos momentos que habían pasado con sus nietas. Y dijeron:
— Y pensar que los años pasan tan pronto, en un abrir y cerrar de ojos las veremos ya jovencitas y nosotros recordaremos los momentos inolvidables de los días de su infancia, seguramente con nostalgia, porque ya no será lo mismo, pero nuestro amor hacia ellas nunca cambiará.
Y se abrazaron tiernamente.